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MÉXICO.

En un momento, los tres picadores fueron a él con sus largas lanzas; y en el siguiente, dos de ellos estaban rodando en el polvo y pisoteados por la bestia salvaje. Esto trajo aplausos de la multitud; y un honesto irlandés cerca de mi gritaba, a todo pulmón, "¡bravo, Toro!"

Los matadores, sin embargo, fueron al instante a él con sus capotes rojos y distrajeron su atención de los picadores caídos, les dio tiempo a levantarse y montar— al menos uno de ellos, debo decir, porque el caballo del otro había sido corneado en el estómago, y al levantarse, ¡sus entrañas se quedaron en el suelo!

La paso por la rutina habitual con este toro como con el primero; y en su momento la trompeta sonó para que el matador jefe recibiera la espada.

Pero evidentemente este no era un animal para jugar; y valiente andaluz le acercó con cautela. Al llegar al toro, la bestia estaba del borde de la barricada y espumaba con rabia. Su pelo aún ardía de la explosión de los fuegos. El andaluz movió su capote rojo en sus ojos y como de costumbre se volteó a la derecha dar el golpe ante el ataque del animal, con mala suerte perdió su objetivo y se encontró atrapado a una yarda de distancia entre la empalizada y la bestia. Un burladero lo salvó, mientras que los cuernos del Toro se enterraron en las tablas, con una fuerza que hizo temblar el ruedo y las maderas fuertes.

Rápidamente, sin embargo, fuerte torero estaba nuevamente en el ruedo y burlaba a su enemigo. Otra embestida—otra pasada del capote en los ojos de la bestia—y su espada se hundió hasta la empuñadura en su cuello, el punto de penetrar en la piel y el cabello y brillar del otro lado, justo por encima del hombro derecho. Pero la herida no era fatal, y la bestia atacó mas enojada que nunca. Un picador llegó a él y fue pisoteado en el polvo. Otro entró el y su caballo, también fue lanzado al aire; sin embargo, conservando su equilibrio, se levantó, y como su caballo se levantaba de su caída, se subió en él, sentado en su silla; al mismo tiempo, con admirable presencia de ánimo, aventó su lazo, que atrapó un cuerno, pero lamentablemente se soltó. Tan Infructuoso como fue este acto, el auto control, la equitación y la habilidad agraciada del picador, hizo caer una tormenta de aplausos.

Mientras tanto, el andaluz había recuperado el aire y estaba listo para otro ataque a su enemigo sin conquistar; pero esta vez hizo el ataque desarmado. Tan enojado como el animal estaba y aguijoneado por lanzas en su espalda, su piel quemada y el arma empujada a través de su cuerpo, aun el matador se acercó valientemente; arrojó su manto una vez más en los ojos de la bestia y, saltó sobre sus cuernos cuando se inclinó, tomó el mango de la espada y lo sacó chorreando con sangre.

Con molestia y agotamiento de la pérdida de sangre, la fuerza del toro a estas alturas estaba casi agotada. Trató de ir a la puerta del ruedo por donde había entrado. Se detuvo en la puerta—sangrando por su herida. Era evidente estaba muriendo,