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CARTA III.
EL VIAJE A JALAPA, Y LOS LADRONES QUE ENCONTRAMOS EN EL CAMINO.

Durante los dos últimos días de nuestra estancia en Veracruz, sopló un Norte. El viento era alto y hacía imposible que barcos entraran en el puerto. Pasamos la última tarde en la puerta de agua de la ciudad, viendo como las olas reventaban su furia sobre la Mole; y los barcos, anclados a sotavento en el castillo, sus cables jalando como corceles impacientes luchando para conseguir soltarse. Con estos complementos finos de paisajes marinos y las melancólicas nubes bajas del cielo tormentoso, nunca he contemplado una escena más digna del lápiz de nuestro compatriota, Birch.

Después de la cena hicimos nuestros últimos preparativos para la partida. Los baúles se amarraron a la diligencia, nos pusimos ropa vieja y caliente, y a medianoche, nueve de nosotros subimos a la diligencia estadounidense para nuestro viaje a la Capital.

Las historias de numerosos robos y la inseguridad de la carretera, habían sido metidas en nuestros oídos desde que llegamos. Apenas llegó una diligencia sin traer relatos de recaudación de contribuciones. Antes de dejar los Estados Unidos, muchos amigos que han visitado este país, me advirtieron del peligro y, me aconsejaron de preparar un par de revólveres Colt, esperando que llegue a la Capital en seguridad.

Ahora, por mi parte, aunque no dispuesto a ser imprudente en ninguna ocasión, siempre recibí a estos cuentos con "escepticismo". Pero sin embargo tomé la precaución para cargar mi arma con doble barril con perdigones grandes. S. había preparado su rifle de doble barril y pistola Colt con cuatro descargas. J. tomó su mantón y pistolas de caballo. Otra persona tenía un par de fierros de bolsillo y una vieja espada de vestir muy afilada. Juan, el sirviente, cargó una pistola y un trabuco en la caja; y así, con arnés y equipados, salimos a la medianoche desde el patio, tan resueltos como cualquier hombre que alguna vez salió a una incursión feudal, para matar al primer desaprensivo con apariencia enferma que pusiera una nariz molesta en nuestras ventanas de la diligencia. A propósito, sin embargo, de hacernos perfectamente seguros y de pasar la noche con comodidad adicional, cuidé, tan pronto nos sentamos, de apuntar mi propia arma fuera de la ventana, y ver que mis compañeros tenían sus armas en tales posiciones de que si se "disparaban," no habría ningún daño, al menos para los pasajeros.

Estaba muy oscuro cuando salimos de las puertas de la ciudad, cuando nos exigieron nuestros pasaportes. Acostumbrados, en los últimos años, a viajar sin molestias en nuestra Unión, había puesto el mio en la parte inferior del baúl, y