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MÉXICO.

Hasta hace poco, hubo en la ciudad de Puebla dos hermanas, notables por la fabricación de figuras de trapos. Estas señoras eran de nacimiento respetable y siempre controlaron una venta rápida de sus obras, que las buscaban incluso en Europa. Ellas moldeaban las figuras de trozos de cera de abejas, cubriendo las diferentes partes del cuerpo con tela de algodón de colores adaptada a la tez y, mientras la cera todavía era suave, moldeaban las características en la expresión requerida, completando la representación con vestidos apropiados. Tengo dos de estas en mi posesión, que, por su carácter, son dignas del lápiz de Teniers. Representan a una anciana India, regañando y llorando sobre su hijo borracho.

El dolor y la edad de una y la mirada entonada, la cabeza ladeada y deseo de comando sobre las extremidades del otro, se procesan con fidelidad indescriptible. Una de estas artistas notables murió mientras estaba en México, y la otra es muy vieja y débil, por lo que ahora se ha convertido en un asunto de gran dificultad para obtener a una muestra de sus obras; tampoco pueden en adelante ser tan perfectas como antes, porque la hermana que murió era notable en su perfección de formar las figuras, mientras que el mayor talento de terminar y dar expresión, era la tarea de la sobreviviente. Ambos tareas ahora están delegadas en ella, y que con la edad y la pérdida de su compañera, su mano parece haber perdido mucha de su habilidad.


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Pero regresemos al Museo.

Dando vuelta de la estatua de Carlos IV en el centro del patio, a la izquierda del cuadrángulo, se observan las arcadas en ese extremo cubierta con paneles de madera, de diez o quince pies de alto y al parecer llenas de cuadros, viejos estantes, viejas piedras y una cantidad de madera. Un real al portero, sin embargo, dará acceso al claustro, y te sorprenderás al encontrar en medio de esa masa de mugre, suciedad y muebles de deshecho, reliquias de la antigüedad por los que el Museo Británico con gusto pagaría miles, el Museo del Louvre, la Gliptoteca de Múnich, o, de hecho, por cualquier soberano ilustrado, que poseyera el gusto de adquirir y el dinero para comprar.

Ves un árbol de utilería, con un oso de peluche subiéndolo; una piel de tigre decolorado y sin pelo colgando del techo; media docena de vestidos indios hechos de pieles de serpiente, aleteando en la pared; y, en medio de toda esta confusión, se eleva el grande y horrible ídolo indio de Teoyaomiqui; la gran Piedra de sacrificio, (con una cruz de piedra ahora erigida en el centro para santificarlo;) la célebre estatua del Indio Triste, desenterrada no hace mucho; una cabeza colosal de serpiente, en el estilo de escultura egipcia; las dos tallas de serpientes emplumadas, ya descritos en mi carta de Cholula; mientras, en las bancas alrededor de las paredes, y esparcidas en el suelo, hay innumerables figuras de perros, monos, lagartijas,