veinte en Barcelona, todos en una corrida, o exposiciones, en aquellos lugares respectivamente.
Después de esto nos apresuramos a tomar nuestro tren. Al irme, me di cuenta, en los alrededores, un rastro esta junto a la arena. Mi amable señora tenía razón; los toros tenían que ser sacrificados en algún momento, y sólo habíamos sido testigos de la tambaleante labor dramatizada, como fue. Ocurre una reflexión, de pasada, ¿por qué, si es una diversión tan rara, el sistema no se amplía a animales menores? Alguna buena diversión podría, sin duda, salir de luchas ingeniosamente prolongadas a muerte de terneros, ovejas y cerdos, que podrían estar comprometidos a manos de la juventud; mientras los niños podrían hacer un comienzo con conejos y aves de corral, por ejemplo.
Quien se explique esta reciente manía en México no debe ignorar lo que está ocurriendo en España. D'Amicis nos dijo ya, en 1873, que corridas de toros no mostraban señales de acabar allá, por el contrario aumentaba; y —con la misma sangre y tradiciones generales— lo que sea muy en boga en la madre patria debe hacerse sentir más tarde o más temprano en su ex colonia. Sabemos algo de lo que es ser perturbados por Anglomanía nosotros mismos.
En cuanto a la causa en la vieja España, tal vez sea la tenencia incierta de una monarquía tambaleante a su caída y deseosa de distraer a la gente con el antiguo remedio romano de "pan y juegos". A veces me pregunto, también, si su restauración en México no esta un poco conectada con la ambición personal y sistemas de retención continua del poder de Don Porfirio Díaz, el semi-dictador. ¿O es que, una vez más, —ya que no ha habido revoluciones dignas del