ladrillo y piedra, pero tienen techos de madera, como los que ponen nuestros tenderos de esquina, en postes ligeros de madera. Permanecen aquí y allá sólo los esqueletos maltratados, empotrados a casas ruinosas. La mayoría de los municipios de California ha tomado algo de esta idea española. En Sacramento, la próspera pero plana y poco atractiva capital del Estado, se puede recorrer casi toda la parte comercial de la ciudad bajo techo.
Hay un restaurante de aspecto muy respetable en una cabaña cubierta de parra frente a la casa de Pico, donde las familiares tortillas, y frijoles o frijoles guisados, se pueden comer. Al lado hay una iglesia de adobe, de patrón pintoresco, pero moderna y sin mayor interés. Desde su campanario las campanadas tañen ruidosamente varias veces al día en el familiar estilo mexicano. De Sonora surge, el 16 de septiembre, la Guardia de Juárez, que escolta un coche triunfal con los colores nacionales de rojo, blanco y verde y, ayudado por una procesión de pequeñas doncellas morenas, en muselina blanca y zapatillas, procede a celebrar con el ardor apropiado el aniversario de la independencia mexicana.
Esta gente, que ha ido tanto a la pared, no tiene ningún aspecto muy patético en su adversidad. En su mayor parte se dedican a la obra gruesa, improvisa, y al parecer contenta. Es rara vez que un nombre español un —Pacheco, un Sepúlveda, o Estudillo— se eleva a prominencia en los asuntos públicos del Estado del que una vez eran propietarios. El viejo Don Pio Pico, el último de los gobernadores españoles, reside aquí, empobrecido, en una pequeña cabaña, a la vista de propiedad de gran valor que anteriormente fue suya y de la plaza una vez el centro de su autoridad.
Don Pio es uno de los rasgos pintorescos de Los Angeles y con su historia podría ser considerada interesante