CÁRCEL DE MUJERES
diente olor a incienso, el rumor confidencial de los re- zos, dan la visión de convento. Se me entumecen las piernas, parada en el embaldosado inhóspito; me siento junto a la única mujer que permanece fuera.
Es vieja, gruesa, de ancha sonrisa. Tiene un delan- tal de crea azul rayado de blanco, alpargatas rotas, medias de seda brillante con los hilos corridos, manto negro en la cabeza y del cual asoman mechones cres- pos de cabello cano. No reza. Me llega la voz monóto- na, sin música, opaca, del cura que predica. “La pureza de María”, su “virginidad inmaculada”, “el amor infi- nito a su Dios hecho carne”; “el dolor y la pobreza co- mo atributos del vivir cristiano”. Surge a su evocación el cuadro. humano que la escucha y suavemente sonrío.
Luego de golpe poseo la intuición de la realidad que me espera. Me aplasta; y entonces busco el consuelo de viejas imágenes cuyo fluir desde los tiempos perdi- dos me baña de honda irrealidad.
Se han abierto todas las puertas de la Capilla y des- filan las asiladas, vestidas con el delantal uniforme, azul rayado de blanco.
Estoy inclinada apretando mis manos a las rodillas enfriadas. Veo sólo los pies de esas mujeres: Chancle-
—=ó6-