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ANGÉLICA MENDOZA

Fstoy despierta. Miro la noche que se recorta en el cuadrilongo azul oscuro de la abierta ventana. Siento la respiración de las cien mujeres que duermen conmi- go y el olor de sus axilas, pesa como una emanación húmeda y pegajosa. Una extraña pavura me invade.

Tengo un ansia de evasión. Pero el dormitorio per- manece cerrado toda la noche herméticamente con lla- ve. No hay la menor posibilidad de que se abra la puer- ta ni aún por enfermedad. De mañana a la seis la reli- giosa abre la puerta, ordena rezar y recién es posible la salida, sólo por minutos, hacia los servicios.

En plena noche, estas mujeres que no guardan ni la menor disposición higiénica, se levantan para orinar o en accesos horribles de descompostura. Corren al fondo del dormitorio y allí en unos baldes, descargan su mise- ria, ante nuestros oídos que no son sordos y ante nues- tro olfato que subsiste a pesar del entrenamiento.

A la seis, hay inusitado movimiento en los dormito- rios. Se levantan los colchones, para sacar debajo de ellos las medias y demás prendas de vestir, pues, se ro- ba como en campo descubierto. Someramente se tienden las camas sin ventilarlas. Pueden ocurrir que el día una recluida, salga en libertad; entonces la gallega guar- diana utilizará la misma ropa de cama y el delantal, a pesar de que, la que ingresa, paga para que se le dé ropa limpia.

Nos encaminamos hacia la capilla. Permanecemos fuera las detenidas sociales,

Vaharadas de incienso nos envuelven, pero un olor más penetrante y adherente nos sahuma.

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