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ANGÉLICA MENDOZA

A veces un vaso de cerveza se rompe en la cabeza de una competidora desleal.

Sentadas muestran sus piernas maquinalmente; ta- rarean la rumba que la orquesta de ruidos fantásticos toca; sonríen y ponen luz en los ojos cada vez que el hombre entra al bar. Miro desde la calle y tengo la percepción de un muestrario grotesco de la pobre, de la mísera alegría que le toca en el reparto a la parte más humillada de la humanidad!

La vida de cualquiera de estas prostitutas es lamen- tablemente lógica y simple. Tienen un concepto del vivir, producto de su papel social que justifica todas sus actitudes. Viven un mundo aparte con su código social, con sus restricciones y obligaciones. No les in- teresa el mundo de la “honestidad”.

Cuando hablan de las demás mujeres, lo hacen con despego y sin odio.

La vida emocional está a flor de piel. Su alegría es ruidosa, áspera y breve. Está estandarizada. Cuando lloran, hipan. No saben llorar despacio y para adentro.

Se enternecen viendo a un Cristo sangrante, oyen- do la narración de los martirios de una virgen.

No leen jamás ni siquiera las malas revistas. Dificul- tosamente saben escribir,

El régimen monacal del Asilo y de la Correccional

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