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ANGÉLICA MENDOZA

no en mano. Lo besuquean y hacen gestos admirativos ; lo mecen, lo arrullan. Esto es el primer día; luego lo olvidan.

Las pordioseras traen una mugre académica. Plañen su abandono. Casi todas las jóvenes tienen marido y confían en que éste va a obtener su libertad.

Preguntan a cuanto asciende la multa; se les dice $ 100. Luego álguien les escribe la carta para el marido y a los pocos días recobran la libertad.

¡100 $ pagados en tres días! ¡Hay que reconocer la previsión de este gremio!

¡Y llevan polleras cuyas alforzas están duras de piojos y niños sucios y enfermos!

Otras, ya muy viejas, solas, abandonadas, desecho que con cinismo arroja día a día la sociedad actual, de- jan pasar sus momentos en el cómodo regodeo del asilo. Dejan en él sus piojos, su sarna, engordan y pla- tican amablemente en la penumbra de un cuarto. Vi- ven las horas en un abandono filosófico; tienen un sentido equilibrado y burgués de la vida. Esperan la muerte y viven el abandono. No hay trascendencia que las conmueva. El olor dulzón y acre de la mugre conservada amorosamente como un atributo, las acom- paña del patio a la cama. Lo dejan allí y lo redescu- bren a los quince días cuando regresan.

No comen en la mesa común; en el patio frente al sol aguardan la ración. A veces lloran por el pan. Entonces corre algunas de las mujeres y satisface el pedido. Hay una solidaria conmiseración, algo así co- mo una identificación de estados.

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