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ANGÉLICA MENDOZA

demás mujeres no hacen trabajo alguno. No saben co- ser ni bordar ni tejer.

Miran asombradas la labor que realizo y con cierto deleite infantil siguen el movimiento de las manos de la compañera Represas, quién hace cuadritos.

Sólo las ladronas cosen o planchan.

Suena nuevamente el teléfono. Corren ansiosas a ro- dear a la religiosa. Cuatro nombres son pronunciados y las favorecidas deben ir al despacho en dónde está el alcaíde que ha venido con las fichas desde el Departa- mento.

Se les hace colocar sobre el delantal de diario otro más presentable. Se ayudan entre sí a vestirse.

—“¡Con tal que te vaya bien!”

—“Si Dios me ayuda esta misma tarde me gano la multa en dos o tres vueltas que me dé por Cangallo”.

Hay cierta solidaridad melancólica con la alegría de la que se va.

—“¡Qué porquería! ¡ Mire, madrecita, ésto!”

La mechera que plancha muestra indignada algo. Un piojo grande grisáceo y relleno, ha aparccido en la tela de planchar.

—“¡ Alguna de esas asquerosas que se ha puesto el delantal!”

El piojo es arrojado al suelo y muerto estrepitosa- mente.

Una voz áspera ha iniciado una canción:

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