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MEMORIAS

un violento ataque de epilepsia, que no supe si atribuir a mis años o a reliquias del arestin.

Mi amo me cuidó como si hubiera sido mi padre. Musidora (¡hembra al cabo!), más que de la salud de mi cuerpo, desde los primeros momentos, se cuidó de la salvacion de mi alma.

—Hijo, ¿te traigo un confesor? me preguntó llorando mi mujer.

—Nó.

—¿Acaso no eres cristiano?

—¡Cómo crees que pueda yo serlo habiendo vivido entre frailes en un convento?

—Razon de más...

—Razon de ménos, porque los conozco i sé quiénes son... ¿Cómo te imajinas que pueda yo tener por representante de Cristo a un frai Hilarion, a quien descubrí unos zapatitos que él decia eran recuerdos de su mamá i que yo digo eran de doña Irene, la mujer de don Martin?

—Pero es que esos santos relijiosos son de carne i hueso como nosotros los perros, i tan frájiles como los perros i los hombres.

—Por otra parte, querida Musidora, ninguno de ellos querrá venir a estrecharme una pata en mi agonía si saben que soi pobre i que no tengo capellanías que dejar ni dinero siquiéra para mandar decir las de San Gregorio.

—Entónces, ¿quieres morir como un liberal descreido, como un ateo?

—Los presbíteros han declarado que los perros no tenemos alma...

—Pues ¡mienten los presbíteros!

—I, sin embargo, tú quieres que me confiese con uno de esos embusteros...

Mi mujer calló.