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DE UN PERRO

Una vez en ella, se caló un par de guantes viejos, i con manteca i citrino, me dió fricciones en todo el cuerpo.

En seguida me puso un plato con buena i sustanciosa dieta, i me arregló una cama que ni en el Hotel Ingles...

¿Quién era aquel benefactor de la raza canina?

Era todo un filósofo, solteron como yo, i que, desengañado de los hombres i de las mujeres, habia convertido su casa en hospicio de animales inválidos.

Tenia corrales para caballos yerbateros, burros jubilados, bueyes sin cuernos e inútiles para el servicio, machos, mulas, perros, gatos i toda clase de aves i hasta de bichos.

A mí me cobró especial cariño; i cuando a las cuatro semanas, gracias a sus cuidados i atenciones, estuve robosando salud i alegría, me dijo:

—Eres un perro intelijente, i voi a enseñarte a leer i a escribir.

Como el arestin me habia trabajado un poco la vista, me compró un par de anteojos. Cuando me los puse por vez primera i me miré en un espejo, solté la risa: tenia la facha de un doctor en teolojía.

Seis meses mas tarde, con ayuda de mis gafas, leia de corrido la historia de Carlo Magno i escribia, si nó como un eximio calígrafo, al ménos mucho mejor que don Benjamin Vicuña Mackenna.

Mi amo se llamaba don Querubin Toro i Manso.

De Querubin i de Manso lo tenia todo.

De Toro sí que no tenia nada, gracias a Cupido i Esculapio.