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DE UN PERRO

Amen de que, por respeto al pábilo, no se comian íntegras las velas de cera.

Desde que Dios echaba sus luces, me ponia yo a rondara la ratonera, que al parecer, me tenia lei, pues se lo pasaba las horas muertas asomadita a la ventana i lamiéndose el hociquito i llorándole los ojos de puro amor.

De mí ¿qué te diré, lector?

Que hasta perdí el apetito i el sueño.

Por fin, un dia mui de madrugada entré furtivamente a la casa i...

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Como lo hacen los novelistas bípedos, yo pongo aquí por decencia un renglon de puntos suspensivos, dejando a la conciencia del discreto lector el adivinar lo que me dejo en el tintero.

El hecho es que de aquellos amores sólo saqué en limpio una sarna, nó perruna, sino beatuna, pues, si la perra me la pegó, en cambio me juró, por el alma de la gran perra de su madre, que la beata le habia transmitido el mal.

Por su parte, la beata juraba que la perra le habia trasmitido el contajio.

I aquí se presenta un caso raro de teolojía moral.

El cura de la parroquia tenia sarna tambien, pero nó en las manos, sino en las piernas; i, cuando el presbítero iba a casa de la beata, segun contaba la ratonera, le daba a la confesada la mano, i nó la pata.

¿Cómo entónces pudo pegarle la sarna?

Doctores tiene la Iglesia que me sabrán responder.

A mí la sarna se me convirtió en arestin; me pelé desde el rabo hasta la punta del hocico.