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—Agarra el cantarito, i anda al despacho a comprarme esos cobrecitos de guachacai.

En cuanto el muchacho salió del tugurio, el ciego corrió a un rincon, levantó un ladrillo, sacó una bolsita de cuero, i metió en ella los cuatro morlacos recojidos poco há.

Luego, pulseando el talego, esclamó con aire: goloso i avaro:

—Ya hai aquí más de cien pesos... Esta noche voi a enterrarlos a las Higueras de Zapata, porque si Blas me los pilla, ni el olor deja de ellos...

Metió en el hoyo el talego, puso encima el ladrillo i fué a echarse sobre algo que podia ser pocilga de perro, nó cama de sér humano.

A poco volvió el lazarillo con el cantarito lleno de aguardiente, i acompañado de un viejo ratero i compadre del mendigo.

—¿Con quién vienes, muchacho?

—Con ño Calistro, que dice viene a bolsiarle un traguito de quillai.

Saludáronse el pillo i el ciego i, entre sorbo i sorbo de aguardiente, entraron en amigable plática.

Se habló de cerraduras de puertas, de llaves maestras, de la habilidad de Blas para sacar con cera moldes de boca-llaves, etc., etc.

A media noche, agotado ya el cantarito, ño Calistro se despidió, el lazarillo se echó a roncar sobre unos trapos, i el ciego... a rezar el rosario con gozos i letanías.

Una hora despues, el ciego se acercó al chiquillo, i convencido de que roncaba como un cerdo, sacó el talego enterrado, fuése donde yo estaba, me desató de la argolla, cojió su grueso garrote i salió conmigo al campo.