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DE UN PERRO

—Entónces, acariñalo pa que nos siga.

De unas alforjas que llevaba el ciego, sacó el lazarillo un pedazo de carne i algunos mendrugos de pan, me los arrojó, los tragué i eché a andar detras de los que debian ser mis nuevos patrones.

Musidora i Torquemada siguieron mis pasos a respetable distancia.

A un descuido de mis amos, pude, sin embargo, ponerme al habla con ellos.

—Perrita linda, le dije a mi cara mitad; búsquese usted ocupacion con Torquemada en otra parte, porque entiendo que en el chiribitil del ciego, apénas si habrá algunos mendrugos para mí. Véte tras de mí para que ustedes sepan mi nuevo alojamiento... i para que, en el próximo agosto, me hagas una visita i echemos un paloteo.

En ello convinimos, despidiéndonos con las lágrimas en los ojos.

El ciego vivia en un inmundo cuartucho a orillas del Mapocho.

Allí entramos los tres.

El muchacho buscó entre algunos harapos una cadenita, me la echó al cuello i el estremo lo ató a una argolla.

En seguida vaciaron las alforjas en un cesto de mimbres, que fué suspendido de las vigas como ahorcado.

Encendieron una vela de sebo, cerraron i atrancaron la puerta i se pusieron a contar las limosnas recibidas en el día. Todo sumaba cuatro pesos, cincuenta centavos.

Ató el ciego los cuatro pesos en un pañuelo de hierbas, i, entregando al muchacho los cincuenta centavos restantes, le dijo: