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DE UN PERRO

pocho me dirijí al Mercado Central, en donde Musidora i Torquemada, mi esposa i mi hijo, deberian gozar como unos cabros al ver llegar al jefe de la familia.

Pero ¿cómo entrar al Mercado, cuando allá no se deja entrar a los perros?

Una feliz idea salvó la situacion. Me acerqué a una china mui emperejilada, que debia ir a hacer la plaza, pues llevaba un cesto en el brazo, i le hice varias insinuaciones como para que me entregase el canasto. Ella no queria otra cosa, ya que que hubiera querido dar un ojo por pasar por señora i porque nadie la hubiera visto llevando aquel chisme al brazo.

—¡Vaya! me dijo: ya que sos tan comedío, llévame el canasto en el hocico.

Yo no queria otra cosa: cojí el canasto i eché a andar delante de ella, que se desternillaba riendo de mi galantería.

—Já, já já! qué gracioso! miren cómo vine a encontrar un chino que me llevase el canasto!

—Ríete no más, china de......! esclamaba yo para mis adentros, que todo esto te durará mui poco!

Orgullosa iba la chinita con su nuevo sirviente.

En la puerta del Mercado, un guardian le preguntó:

—¿I ese perro?

A lo que la china contestó:

—¡Eyés! ¿que no vé que es mi sirviente, que me trae el canasto a la plaza?

—Ah! gruñó el guardian: si es suyo, que dentre!

La chinita empezó a hacer sus compras. I fué