abrigos i sus cofias, yo, lamiéndome el hocico i meneando la cola, me andaba entre ellas de aquí para allá, dando ladriditos que querian decir:
—¿Con que vamos a cenar, niñas?
—Pero... todas ellas i todos ellos se encaramaron en cuatro coches que esperaban a la puerta del convento i partieron, dejándome a mí con los crespos hechos i atuzándome los bigotes con la pata.
I, para colmo de desgracias, la maestra de capilla, que se había quedado de dueña de casa, cerró la puerta de calle i me dejó en la acera, sin casa, sin comida i sin ropa limpia.
Como el jeneral Buen Dia, esclamé:
—La ira de Dios se descuelga sobre mi cabeza!
¡Qué noche aquella!
Toda entera la pasé aplanando calles, como ciertos futrecitos que, por haber legado tarde a sus casas i no tenor un cobre en los bolsillos, desempeñan el papel de serenos, recorriendo todos los puntos de la poblacion a paso de carga para calentar los piés.
Las ocho de la mañana me dieron al pié del cerro de Santa Lucía, frente a la calle de la Moneda.
Sin rumbo fijo, me eché-a andar calle abajo, hasta que me hallé con una gran casa, frente a la cual hai una estátua de bronce.
Me eché sobre la escalinata del monumento, i me puse a observar a los que entraban i salian del inmenso caseron.
Desde luego, noté que en la puerta habia un soldado de guardia, i en el pasadizo otros más.
A aquella casa, como a la de la calle de Santa Rosa, entraban paisanos, militares, clérigos, frai-