Así es que llevaba un hambre de perro.
Como a cuatro cuadras de la Alameda, vi una puerta abierta, i frente a ella, muchos coches particulares i de alquiler.
—Aquí hai remolienda, me dije, i debe haber algo que mascar. Entremos.
¡Buen chasco me llevé!
Aquella no era casa de remolienda: era un convento de monjas, puesto que los que iban llegando preguntaban por la señora abadesa.
En una sala bien amueblada cantaban no sé si vísperas o maitines; ello es que, terminado un salmo, una de las monjas pedía limosna en un tongo a los fieles para ayuda de la misa.
A cada momento mis tripas me preguntaban:
—¿A qué horas irán las monjas al refectorio?
Pero las tales monjas, que debian ser de la Adoracion Perpétua i del Perpétuo Ayuno, con las primeras luces del alba, se acostaron de a dos en celda, quedando el convento sumido en el mas profundo silencio.
Yo entónces me fu8 a la cocina en busca de la olla colorera.
Pero en aquella cocina no habia ollas ni trazas de que se hubiera hecho de comer.
Quise salir a la calle, i me encontré con la puerta cerrada a llave, tranca i cerrojo.
¿Qué hacer? Paciencia i tragar saliva!
A eso de las dos de la tarde, empezaron a salir de las celdas unos bultos con el cuello del sobretodo hasta las narices, i el sombrero calado hasta las cejas, que a su vez salian a la calle como conspiradores ultramontanos.
Poco despues, salieron las monjas, pero nó a rezar, sino a charlar alegremente.