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MEMORIAS

—I sus tinieblas un solemne engaño!

—Es usted un farsante!

—I usted un impostor!

Terció doña Irene diciendo:

—No griten, padrecitos, por Dios! que, si oye mi marido, puede formarse un escándalo e imponerse de todo el vecindario...

—Por usted, señora, me callaré.

—Por usted, señora, me trago la lengua.

No sé qué componendas hicieron aquellas tres buenas personas, que dieron por terminado el litijio, continuando con el ponche, al cual el carnicero hacía sus cariñitos cada vez que venia a presentar sus respetos a sus honorables huéspedes.

El padre maestro bendijo treinta cuelgas de sebo, las mismas con que aquella noche empezó a alumbrarse don Martin, quien al dia siguiente no vió el sol ni claridad ninguna, nó porque tuvieran lugar las pronosticadas tinieblas, sino porque el ponche no lo dejó mover patita en todo el santo dia.

Las libaciones continuaron hasta la media noche siguiente, hora en que los padrecitos armaron, al compas de los ronquidos del carnicero, tal marimorena que, temiendo yo que corrieran palos por mis costillas, tomé la cuerda resolucion de irme de la casa por donde los frailes habian venido.

Una vez en la calle, me encomendé al alma de Cuatro-Remos, i emplumé a trote largo por la calle de Santa Rosa.

¿Adónde me dirijia?

Mis amos, apesar de sobrarles la carne, me ha han castigado con un ayuno forzado, sin ser vijilia.