saber por qué he venido a su casa a tales horas i por qué no he entrado por la puerta...
—Algun fin santo lo habrá traido, Padre.
—Ni más ni ménos. Ha de saber usted que hoi fué a confesarse conmigo un matancero, autor de muchos robos i cuchilladas, i, arrepentido, me dijo que esta misma noche se trataba de dar un asalto a la casa de usted por otros forajidos que lo habian invitado a tan horrible crímen; pero él, tocado por la gracia divina, se había negado a acompañarlos, yendo a echarse a mis piés para confesar sus faltas pasadas i ver que yo evitase el proyectado asalto.
—¿Con que pensaban saltearme esta noche?
—Si, mi amigo; i yo, para no inspirar sospechas entre los bandidos ¡poder pescarlos infraganti, me vine tarde de la noche i me entré a su casa por el huerto, saltando tapias i sin soñar que Can-Pino me hiciera tan estraño recibimiento.
Don Martin, conmovido hasta las lágrimas, se echó a los piés de frai Hilarion i le besó repetidas veces las sandalias. Luego, se puso a llamar a su mujer:
—Irene! Irene!
La señora ya entró vestida i perfumada.
—¿Qué quieres, hijo? interrogó.
—Te llamo para que sepas que, si no es por tu confesor, acaso y estas horas me llorarias muerto.
—¿Cómo es eso?
—Lo que oyes. Iban a saltearnos esta noche. Frai Hilarion lo ha sabido en el confesonario, i ha venido a ponernos en guardia.
—¡Ai! i ese pícaro perro ha pagado con una mordedura tan evanjélica accion!