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DE UN PERRO

con la frente levantada, esperando una paliza mi señora i mil caricias para mí.

Pero don Martin, que debia tener el dón de la longacornamenticidad, llenó de satisfacciones el padre, cubrió de halagos a su infiel esposa, i a mí me dió una paliza de padre i señor mio.

¡Esa es la justicia de los hombres! no la hacen igual los perros!

Yo me eché en un rincon del corredor, con la cola entre las piernas, i lanzando quejumbrosos aullidos de dolor.

—¡Por Dios! Padre, éntre en el cuarto de mi mujer para que ésta le cure la herida... dijo al fin el carnicero.

I el pater replicó con todo el pudor de una doncella:

—Jamas! mi castidad no me permite dejar ver a una señora mi pantorrilla....

—Entónces, éntre a mi cuarto, que yo lo curaré como Dios me ayude.

—Gracias.

Entró frai Hilarion al dormitorio de don Martin, se acostó en la cama de éste, i, ántes de descubrir la pierna, preguntó:

—¿Está bien cerrada esa puerta que comunica con el cuarto de la señora?

—Sí, Padre.

—Porque temo que doña Irene se asome e involuntariamente vea mis carnes...

—No hai cuidado, Padre. (¡Este santo relijioso es mas púdico que San Luis!)

Puestos unos fomentos de aguardiente con sal en la herida, que era levísima, frai Hilarion se espresó de esta manera:

—Usted, amigo don Martin, estará deseoso de