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B. PÉREZ GALDÓS

había de hacer yo, jovencilla, reina á los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero á mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer á los necesitados, no viendo al lado mío más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?... Pónganse en mi caso...„

Puestos en su caso con el pensamiento, fácilmente llegábamos á la conclusión de que sólo siendo doña Isabel criatura sobrenatural, habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizás atrevido á decirle: "¿Verdad, señora, que en la mente de Vuestra Majestad no entró jamás la idea del Estado? Entró, sí, la realeza, idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible sér político de la Nación, expresado con formas de lenguaje antes que por pomposas galas que hablan exclusivamente á los ojos, rondaba el entendimiento de Vuestra Majestad, sin decidirse á entrar en él. ¿Verdad que criaron á Vuestra Majestad en la persuasión de que hacer podía cuanto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¿No confió la Reina demasiado en el amor de su pueblo y en la protección diviva, dos cosas ¡ay! sujetas á inesperadas, lastimosas quiebras? Porque los pueblos aman, y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos suele ser más egoísta