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B. PÉREZ GALDÓS

dríamos de oir de sus labios memorias dulces y tristes de su tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogió Isabel II la pretensión, y tratándome como á persona suya, que por suyos tuvo siempre á todos los españoles, me dijo: "Te contaré muchas cosas, muchas: unas para que las escribas... otras para que las sepas.„

A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré el hielo, porque no lo había, sino el macizo de mi perplejidad ante la alteza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por reina. Me aventuraba yo á formular preguntas acerca de su infancia, y ella con vena jovial refería los incidentes cómicos, los patéticos, con sencillez grave; á lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado que dejaba entrever agravios prescritos, ya borrados por el perdón. Hablaba doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea exótica asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Era su lenguaje propiamente burgués y rancio, sin arcaísmo; el idioma que hablaron las señoras bien educadas en la primera mitad del siglo anterior; bien educadas digo, no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla de la Reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que debieron componer su habitual tertulia y trato en la in-