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Me volví extrañado y creció mi alarma al ver sus pupilas que ardían y que parecían haber propagado su incendio a las mejillas. Felizmente entrábamos en el pueblo. La luz de nuestro farol se reflejaba opaca en la nieve y por las calles desiertas vibraban las campa- nillas del trineo. No hallamos ninguna lumbre y golpeamos en vano en varias puertas, cuando al fin una vieja consintió albergar a Ana hasta el día siguiente. En cuanto a mí estaba tan cansado que me dormí profundamente en un rincón del trineo.
A la mañana, Ana, a pesar de estar muy páli- da y fatigada, se empeñó en reanudar el viaje. Cambié a un aldeano mis dos perros por un par de renos, y abandonamos con pena los bravos animales que postrados de cansancio nos miraban tristemente partir. Y volvimos a marchar envueltos en la nieve, deteniéndonos en las aldeas apenas lo más preciso para que Ana descansara, pues durante la marcha era presa de una continua agitación. Quizás el cansancio de un viaje tan largo y penoso, o tal vez, al juzgar serenamente su situación, el