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mutuamente nuestro recelo escudriñábamos la lejanía y con el oído alerta tratábamos de distinguir algún rumor. Los perros que habían caído sin aliento y doloridos por las líneas de sangre que les trazara en el lomo los latigazos, Se incorporaron mirando con desconfianza. Agité las riendas y los animales, reanimados por el miedo, trataron de comenzar la carrera que pronto se fué tornando penosa. El camino, árido al principio, se matizaba de árboles agrupados a veces en bosquecillos. Un ruido leve que se repetía comenzó a oirse entre los árboles. Los perros alzaron recelosos las orejas.

— «Es el viento» — dije tratando de animar a Ána y a mí mismo. Pero el ruido extraño se iba acentuando, y los perros se tornaban in- quietos, hasta que llegó un gemido lastimero y lejano. Ana exclamó despavorida: «¡Los lobos!»

Respondiendo al anterior, aulló más cerca otro lobo. Entre los pinos parecían agitarse más sombras, y de pronto fosforescieron dos luces, luego otras dos, y los destellos se multi- plicaban en la obscuridad. Ya era indudable

la presencia de los lobos. Aflojé las riendas