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nos detuvimos en un golpe brusco que me arrojó contra el costado opuesto del trineo. Pasada la conmoción que produjo el choque, sereno ya el pensamiento, me incorporé. Ana estaba muy blanca, con la cabeza enmarañada y las pupilas fosforescentes y obscuras. Volví la mirada en torno nuestro; la llanura que surgía del espacio y desaparecía en él, la gran mole de hielo que parecía fuera a caer sobre nosotros, y finalmente nosotros mismos, que éramos dos gotas de vida en aquel desierto. Si Ana no se engañó y en realidad habíamos sido perseguidos, nuestros enemigos no se ani- maron a seguirnos en el descenso, pensando quizás que hallaríamos menos misericordia en los despeñaderos que en ellos mismos. La nieve menguaba, y en la calma del viento se prolongó muy lejos un aullido casi humano. ...

— «¿Habéis oído? ¡Un lobo !» — murmuró nerviosamente Ana.—«¡Y los perros no pueden andar!»

— «El gemido viene de demasiada distancia para que nos hayan descubierto» — observé; pero asimismo nació el temor. Sin confiarnos