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brillante allá abajo, abajo, comprendí entonces porqué Ana había aceptado a Igor, que recién al entrar en la muerte se ama en verdad la vida y no se resigna a perderla.

Tratando de dominar el sordo chocar del trineo, gritaba: «Ato! Ato!». Pero los animales continuaban y se me ocurría que no iban a parar nunca.

Los golpes me iban aturdiendo y llegó un momento en que deseara morir por terminar de una vez ese suplicio.

— «¡Qué pálido estáis!» — murmuró alguien en mi oído; volví con dificultad la mirada y encontré a Ana a mi lado. ¿Cómo se hallaba Ana junto a mí? ¿No estaba ella lejos, en otras tierras? Y por más que trataba de ordenar los recuerdos, un peso oprimía mis sienes tornando todo obscuro, indefinido, cual si fuera por el sueño o la locura. Sentí aflojarse mis manos y deslizarse de ellas algo que hubiera querido asir y que los dedos se negaron a detener. Como una figura imprecisa, contor- neada de niebla, Ana avanzó rápidamente a

recoger las riendas. Algunos vuelcos más y