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entumecido un perro, y pronto paralizaría al compañero, luego a nosotros, y vendría el sueño que trae la insensibilidad...

Y la nieve caía copiosa como una lluvia de maná... La desesperación me hizo empuñar el látigo y castigar al animal que se encogía gimiendo y esforzándose en vano por avanzar. Súbitamente Ana me anunció las campanillas de un trineo. Sería realidad, o quizás una ilusión bajo el dominio del miedo. Sólo sé que al pensar que Igor Nickolevitch se llevaría a Ana, relampagueó el látigo y cayó furioso sobre los perros que en un aullido horrible se precipitaron entre los picos de hielo. Ence- guecidos por el dolor parecían haberse desbo- cado, haciendo dar saltos y tumbos al trineo cuyos hierros chocaban rugiendo como si fue- ran a romperse. Bajo los golpes sentíamos des- prenderse y rodar el hielo, amenazando arras- trarnos con él, pendiente abajo. A veces miraba la empinada cuesta de descenso, y al ver los bloques con sus picos semejantes a dientes colosales, y en cuyas bocas a cada instante pa-

recía que íbamos a caer, o al mirar la llanura