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escogimos uno y Ána me ayudó a atar los ani- males que se sacudían ahuyentando cl sueño. Cuando partimos en el cielo muy obscuro se deslizaban nubarrones grises, y parecía que vinieran en el viento gemidos de niño; ella, arrebujada en sus pieles, se acomodó en el fondo del trineo, mientras yo, de pie, guiaba los perros. El aire helado cortaba la respira- ción y hacía arder las pupilas. La nieve caía cada vez más copiosa y se agrupaba en el camino obligándonos a disminuir la marcha. Yo comencé a temer que la falta de ejercicio violento paralizara de frío a los perros, porque a medida que avanzábamos aumentaban en can- tidad y en tamaño los trozos de hielo impi- diendo aligerar el paso, pues se rompería el trineo y hubiésemos quedado prisioneros entre los picos. Ana estaba lívida, el abrigo y los mocasines apenas la protegían del ambiente glacial, y yo mismo sentía inmovilizarse len- tamente mis miembros. Uno de los perros comenzó a caminar con dificultad hasta que ya casi no pudo moverse. Inútilmente azuzaba la marcha que se iba deteniendo, el frío había