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cariño a mi madre puede menguar el que tengo por vos?»
— «No!... Perdonad!...» Calló sobresal- tada, llegaban hasta nosotros voces y pasos que se aproximaban.
— «Es preciso partir inmediatamente» — exclamé en voz baja. Ana, en silencio, me tomó de la mano y nos deslizamos a la habitación contigua, en momentos que en la cabaña re- percutía la voz que un rato antes reprendía a los perros. No había tiempo que perder; nos aproximamos en silencio a la ventana y alzando el vidrio salté afuera seguido de la señorita Prazinka.
El viento nos envolvió en un torbellino de nieve, que apenas nos dejaba avanzar hasta el establo donde había guardado mi trineo. Mis perros estaban acostados, con las bocas entreabiertas, dejando ver la lengua agitada por la respiración que escapaba de sus narices en bocanadas de vapor.
— <Con ellos ni siquiera alcanzaríamos a bajar»>—dijo Ana. Había otros trineos y varios
perros que se despertaban perezosos a mirarnos;