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— «¿Y si me siguiérais?» — osé pre- guntar.
— «¡Huir con vos!» — corrigió Ana grave- mente; — «os olvidáis que soy la esposa de Igor».
— «Lo único que os liga a Igor es el contrato que habéis firmado, un documento que no es válido en ningún país extranjero y que no lo será tampoco en el vuestro, el día que termine el soviet. Ante los hombres tal enlace es nulo y aun el pope no lo ha bendecido ante Dios. Todavía sois libre, Ana, tenéis derecho a ele- gir entre vegetar aprisionada en los hielos o seguirme a mi patria donde hallaréis otra madre en la mía...»
Ana dudaba; a la vez temía y deseaba per- suadirse.
— «Pensad, Daniel Glasow, que hoy os halláis en tierra extraña y solo, que la lejanía de todo cariño exalta vuestra imaginación y os hace hablar así. Pero cuando regreséis a la patria y volváis a encontrar los viejos afectos ¿no estaré yo de más?»
— «¿Creéis, Ana — reprendí severo — que el