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Ana fijó en los míos sus ojos enormes, como si quisiera leer en ellos la verdad de mi angustia. Fuera se oía el ladrido de los perros y varias voces, entre las cuales se percibió una, clara y varonil, ordenando a los ani- males que callaran. Ana desvió la mirada, estremecida, como si hubiera olvidado un instante su situación, y esa voz se la recordase.
— «Ya véis» — murmuró — «llegástels dema- siado tarde: por las leyes ya pertenezco a Igor Nickolevitch, y dentro de algunas horas el pope que se ha refugiado en Dudinka nos unirá ante Dios».
Aparecía serena, pero asomaba entre sus palabras un dolor contenido. Callé, ¿qué podía decirle si todo había terminado? Tomé en silencio mi gorro de pieles.
— «Adiós, Ana». Pero al verme partir, ella había reaccionado.
— «¿Os marcháis?» — exclamó agitada; — «vuelvo a quedar sola en esta vida rutinaria, junto a seres que me son indiferentes, con la tortura de vuestro recuerdo y de este horizonte
blanco que me separa de vos!...>»