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con furia. Vagamente llegó el tintineo de cam- panillas, como una canción monótona que iba creciendo hasta oirse el chasquido de las rien- das. La anciana se acercó a la puerta, yo me aparté a un rincón, pensando cuanto mejor hubiera sido no provocar este encuentro. Ca- llaron las campanillas entre el ladrido de los perros, la vieja vecina agitaba las manos saludando a los que llegaban. Me volví hacia la puerta. Envuelta en zorros blancos y ceñi- dos los cabellos por la corona de flores y cintas que usan las campesinas rusas los días de gala, entró la señorita de Prazinka.
— «¡Ana !» — exclamé sin poder dominarme. Ella se detuvo asombrada, sus mejillas se eu- brieron de rosa y se encendieron las pupilas celestes.
— «¡Daniel Glasow !»—balbuceó, pero pron- to volvió a palidecer y reprochó tristemente:
— «¿Para qué habéis venido?»
— «¿Creéis que hubiera podido permanecer en B... después de vuestra última carta, sabiendo que cada día que pasaba nos iba separando definitivamente?»