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algún árbol. Al vernos huían los pájaros sacu- diendo de sus alas la escarcha.

Recorría la tundra y no tardaría en llegar a Krestowa y encontrar otra vez a Ana. — «Touss! Touss!»

Las costas se tornaban más accidentadas, y se dibujaban bloques de hielo que el río había arrastrado y que se detuvieron al paralizarse la corriente. Nos aproximábamos al final del viaje y también a las mayores dificultades: Krestowa estaba bloqueada. Pero al pensar que me hallaba tan cerca de Ana, los obstáculos sólo lograban enardecerme, y comencé a ascen- der entre las masas de hielo. El cielo se iba obscureciendo; yo deseaba llegar al pueblo antes de la noche, que domina temprano durante el invierno, mas los perros, conocedores de los peligros del camino, subían lentamente, dete- niéndose ya al borde de un precipicio o al pie de un risco.

Por fin, pequeña y miserable, apareció Kres- towa confundida entre la nieve. Me detuve en la primer casa que hallé para pedir las señas de Natacha Rombrowa. A mi llamado