grotescas figuras de nieve, y por fin llegamos a la primera aldea, cuando comenzaba a albo- rear. Despertaba la población a la vida diaria y ya algunas mujeres habían encendido fuego en la nieve para proveerse de agua. Dejamos atrás la aldea y luego otra; llegó la tarde y los caballos, fatigados de una carrera sin descanso, no quisieron seguir más adelante. Nos tuvimos que detener en un poblado, pero los habitantes nos miraban con desconfianza y nadie nos ofrecía hospedaje. Basilio, el cochero, me pro- puso que nos acomodáramos en el trineo, mas se me figuró que nunca acabaría la noche que debíamos aguardar para reanudar la marcha. Conseguí que me alquilaran unos renos que de regreso a Yeniseisk el cochero devolvería a su dueño, y con gruñidos de desaprobación por parte del conductor, enganchamos los animales, y de- jando los caballos, partimos hacia los bosques.
Basilio soplaba y silbaba para ahuyentar el sueño, mientras yo no lo lograba por más que trataba de conseguirlo. La luna, muy blanca, prestaba al suelo nevado reflejos de plata y parecía lastimarme la vista. Andando siem-