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Con la misma sencillez que hablaba, Ana me describía su llegada a IKrestowa y sus huevas impresiones.
— «¡Qué diferente fué el viaje en el <Cosia- na» al de Krestowa! Rodeadas de gente que nos miraban con desconfianza se me ocurrían los días interminables; y más aún al partir de Dudinka, que quedaron atrás los bosques de pinos y abedules que traían el recuerdo del viaje a Yeniseisk y restaba sólo tierra rasgada por riachuelos medios helados. En Krestowa una canoa de pescadores se ofreció a llevarnos a la playa, donde nos aguardaban Natacha con su hijo Igor, que es un muchacho de veinte años, sencillo y bueno. La vieja aya me estrechó llorando de alegría, mientras Igor, después de saludarnos brevemente, rojo de vergiienza, alzaba nuestras maletas a un ca- rrito que habían traído para que nos trasla- dáramos a la cabaña. Y cuando miraba desfilar los juncales y pantanos, sentía que se alejaba mi libertad y que todo terminaba para siempre; hubiera deseado volver al barco, regresar a
mi patria, ni sé yo cuantas cosas imposibles