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Bajo el luminoso amanecer del día siguiente apareció Yeniseisk con sus casas de colores suaves, sus obscuras calles de tierra y sus inmensas praderas. Desde mi puesto de guar- dia miraba, como nos íbamos aproximando a la ciudad, cuando oí detrás mío la voz de Ana dándome los buenos días. Al volverme hallé también a la condesa.
— «Hemos querido despedirnos, señor Gla- sow, y por eso violamos su guardia». — me dijo la señorita de Prazinka. Sus pupilas celestes parecían traslucir una infinita tris- teza.
Les agradecí la molestia que se habían tomado de subir a encontrarme y les dije que confiaba no les hubiera causado muy mala impresión Yeniseisk. La señora contestó que le parecía una ciudad bastante adelantada y un refugio tan agradable, que lamentaba sólo fuera por unas horas, ya que posiblemente partirían para Krestowa al otro día.
Entrábamos en el puerto y el comandante subió para observar las maniobras. La condesa,
después de agradecerme nuestra gentileza para