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a mendigarla a otras tierras. Pero lo debo hacer por Ana, que no tengo ningún derecho para condenarla a muerte». Nos habíamos detenido; la condesa hablaba lentamente, en- tristecida al comparar el pasado y el futuro. Continuamos hablando hasta la aparición de Ana, que había estado fotografiando varios castores' que edificaban su ciudad en la orilla próxima. En ese instante la señora me interro- gaba sobre nuestro regreso y si me era posible hacer llegar al cónsul unas letras de agradeci- miento que ella le había escrito y que a mi afirmativa fué a buscar.
— «Ha sido un viaje muy interesante» — dijo Ana al quedar solos; — «lástima que ya mañana termina.» — «¿Siente Ud. llegar?» — interrogué.
— «Sí. Hubiera querido que no tuviera fin. He sido tan feliz al hallar nuevamente ami- gos, que no pensaba que esto debía concluir para volver a un ambiente de indiferencia, hostil quizás, a reanudar las luchas, sin ningún aliento de esperanzas.»
— «Usted no debe hablar así. A su edad no