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Hacía ya algunos días que navegábamos entre los desolados pantanos y los bosques de pinos, que se suceden en las costas del Yeniseisk. Al remontar el río comenzamos a sentir la calor que arreciaba a medida que avanzábamos y que ese día se había tornado sofocante, que parecía que el sol se hubiera disuelto en la atmósfera haciéndola arder. Ter- minadas mis horas de guardia bajé a saludar a la señora de Prazinka que paseaba por el puente y a quien el clima cálido iba devol- viendo sus fuerzas.
— «Ya, señor Glasow, los molestaremos poco tiempo» — dijo sonriendo la condesa después de saludarme.
— «Así es desgraciadamente, señora» — re- puse. — «Hoy debemos llegar a Krasnoiarsk y pasado mañana a la madrugada estaremos en Yeniseisk».
— «Y de Yeniseisk a Krestowa... Otras personas, otras costumbres. ¡Cuánto sacrificio ! Si fuera sólo yo, hubiera permanecido en mi patria, junto a las cosas amadas, que ya a mi edad no se desea tanto la vida para salir