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de un celeste sereno, y que al subir a cubierta aquella mañana que nos alejábamos de B... cuando la encontré arrebujada en un abrigo de piel gris, me pareció simplemente adorable. Contemplaba junto a la condesa resplandecer el sol en los picos lejanos de nieve, mientras abajo, las casas de la población se iban empe- queñeciendo, hasta que sus techos plomizos se confundían entre las rocas. Quizás se pre- guntase, como todo aquel que parte por tiempo indefinido, si volvería alguna vez.
Cuando entramos al Mar de Kara, la con- desa comenzó a desmejorar y se apoderó de -ella el desfallecimiento que sucede a una alta tensión nerviosa. Había perdido el ánimo y siempre estaba recostada en cubierta, tan envuelta en mantas, que sólo asomaba el rostro, cuyas líneas, la palidez hacía más seve- ras. Ána no se apartaba de su lado. Sólo una vez, a instancias de la madre y del capitán, abandonó a la enferma y subió al puente de comando para ver unos bloques de nieve que bogaban a lo lejos. La niebla flotaba como un