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—«Estás en lo cierto» —afirmó Zedra y arrancó una espina del rosal.
Por las largas galerías de piedra y por los salones tapizados de pieles y telas orientales, se deslizaba entre los tapices de pluma y cacharros de oro, con paso ligero y silencioso, temiendo despertar los esclavos dormidos. Oprimiendo con una mano la espina, con la otra trataba de ahogar el corazón cuyos fuertes latidos parecían querer dela- tarla. Al fin llegó junto al lecho del prín- cipe.
Jorza dormía agitado, su pecho palpitaba violentamente, y en torno de sus ojos se ex- tendían sombras azuladas.
Zedra se detuvo. Cobraron vida sus pupilas y se fijaron en Jorza en una mirada ardiente y prolongada.
La noche palidecía y las estrellas se apaga- ban lentamente.
—<Apresúrate que viene el alba» —le di- jeron unas rosas que asomaban a la ventana
de Jorza.