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Iv.

El otoño comenzaba y los sabios, después de una noche de consulta con los astros, ma- nifestaban que la estrella del príncipe pali- decía intensamente y que antes de entrar el invierno se habría apagado para siempre.

Cada vez más sombrío Jorza evitaba cual- quier compañía y pasaba largas horas en la terraza, fija la mirada débil en lejanos puntos obscuros que indicaban las selvas del Norte.

Así en un atardecer de oro y de fuego, Jorza fué arrancado de sus pensamientos por una voz que recordaban vivamente sus oídos.

—<¡Qué solo y triste estás, monseñor !»

Al volverse el príncipe se vió ante la nueva esclava que lo miraba sonriendo. Involun- tariamente se contrajo el semblante de Jorza por la inoportuna aparición que lo arrebataba a sus ideas.

—«¿Pensabáis acaso en ella?» —tornó a pre- guntar con suavidad. El príncipe se estre-

meció.