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El mal avanzaba cada día sin que nada se hiciera para evitarlo.

Y en una tarde tibia en que flotaba en el aire la somnolencia estival de la India, comu- nicándola a las plantas y a los animales, Jorza, acostado sobre un lecho de tapices, estaba en una tienda en el jardín del palacio. Dos eunucos abanicaban silenciosos al príncipe. Sólo se escuchaba el zumbido de los moscar- dones azules y el chillar de los flamencos en un lago cercano.

Vestido con suntuoso traje bordado y re- camado en pedrería, el semblante demacrado de Jorza resaltaba entre los vivos colores de sus ropas y tapices, y su mirada triste se perdía entre la profusión de palmeras que precedían la fuente.

De pronto a la entrada de la tienda llegó una mujer de aspecto miserable. Uno de los esclavos avanzó en actitud amenazadora, pero ella, esquivándolo, corrió a prosternarse ante el príncipe tomando entre las suyas su mano delgada.

Jorza que había permanecido abstraído, des-