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algún mensaje sagrado; pero nada escucha el príncipe, nada ve, su mirada y su pensa- miento están fijos en la presa que sólo ha dejado la huella de sus patas ligeras.

El animal, los ojos surcados por líneas san- grientas y el cuerpo transpirado, sigue siempre igual su carrera aguijoneado por el alfiler de oro que el dueño clava en sus Ijares negros. Jinete y corcel se detienen bruscamente: no hay ningún rastro por el camino de arena. Jorza quedó perplejo unos instantes, mas bien pronto se repuso, y decidido a no perder su presa, dirigió el caballo a la maleza que bor- deaba el sendero y se internó con él, en el obscuro enjambre de enredaderas y boadbiles. Pero la persecución es ahora lenta, impedida por las raíces que se enredan en las patas de su caballo, y por las ramas que amenazan desgarrar sus vestidos y su cuerpo. Brusca- mente vislumbra entre el bosque el pelaje dorado de su víctima. El fin de la caza está próximo. Fustiga al corcel, recomenzando con desenfreno la carrera, desgarrado por los es- pinos del bosque. Mas de nuevo se vuelve