Es la noche del Viernes Santo. Una noche clara y de luna; una brisa suave acaricia las hojas. Un personaje envuelto en negro «hi- matión» se desliza por el jardín del circo. Luego se detiene y aguarda. Se abre una puerta, y por ella sale un viejo guardián con un gran bulto negro, mira a todas partes y escucha, luego se desliza sigilosamente hacia el hombre del «himatión».
—<Aquí está»—dice el guardián entregando el bulto al otro individuo, que lo toma con cuidado en sus brazos como temiendo hacerle daño, y luego entrega al guardián una bolsa diciéndole: — «¡Gracias! He aquí el dinero ofrecido.» El guardián vuelve al circo, y el hombre se aleja silencioso y rápido, opri- miendo el bulto contra su pecho. Luego baja a la playa, y camina bordeando la costa. Al fin se detiene en el lugar donde vimos a Ni- tetis y a Octavio por primera vez. Todo está igual; las altas palmeras y los frondosos olivos; el banco de mármol; los pavos reales que se deslizan luminosos entre las sombras; en lo alto el castillo blanco. El hombre deja
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