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comenzado. Las cadenas al caer fustigaron al animal que emprendió una veloz carrera por la pista. Al sentir cel peso de la joven la bestia se enfurecía y redoblando su ve- locidad, las cadenas golpeaban a Nitetis cuyo cuerpo se iba destrozando. Octavio llo- raba, llamando en voz baja: — «Nitetis, ama- da mía!» Los cristianos contemplaban ho- rrorizados el suplicio, hasta los mismos pa- ganos callaban emocionados. Sólo Nerón reía, con su risa brutal. Por el rostro de Kíros no pasó el más mínimo gesto de dolor, pero su corazón se desgarraba junto con el cuerpo de su hija. Y el toro furioso seguía arras- trando a la joven en su desenfrenada carrera. El sol había vuelto a brillar. Un picador abrió una reja y el toro se precipitó por la abertura; el hombre cerró ligero la puerta y el animal quedó preso. Nitetis había que- dado en la pista, sangrienta e inmóvil, bañada en los últimos reflejos dorados del sol. Dos guardias sacaron el cadáver, mientras otro abría la celda de los presos y los obligaba a salir. Y llorosos, pintados en los semblantes