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a su lado el ministro Kíros. Eran las tres de la tarde. El sol estaba nublado cuando Nerón dió la orden de comenzar. Después de exclamaciones de alegría por parte de los espectadores, reinó el silencio en el circo. Dos guardias abrieron una puerta y condu- jeron a la pista una joven pálida, vestida de blanco, ondulante la larga cabellera negra, las manos atadas a la espalda, y los ojos elevados al cielo en muda oración. Era Nitetis. Nerón espiaba continuamente a Kíros, pero éste estaba impávido y tranquilo. En la pista, en la celda en que se hallaban los prisioneros, uno de ellos, joven y demacrado, se asía fuer- temente a la reja y miraba con ojos angustiados a la joven mártir. Era Octavio. Los pica- dores abrieron otra puerta y sacaron sujetado por cadenas, un inmenso toro rojo. Octavio, asido a las rejas, contemplaba aquello mudo y desesperado. El ministro seguía impasible. Nerón reía. Mientras los picadores sujetaban el toro, los guardias ataron la joven, luego se alejaron, los picadores soltaron las cadenas
y retrocedieron de un salto. El martirio había