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palabras, Kíros continuó su sentencia con voz terrible:

—«Vais a morir mañana en la pena del toro.» Nitetis cayó desmayada. Nerón hizo una seña a los guardias que la sacaron de la estancia. El juicio había terminado. El em- perador se acercó al ministro que pálido y severo no dejaba entrever su desesperación. —«Ha de ser un poco fuerte el tener que condenar a una hija»—dijo Nerón sardónico. —«Para la justicia no hay vínculos. Sólo hay el deber que cumplir»—respondióle Kíros con frialdad.

Era la tarde del Viernes Santo. Las gradas del circo estaban llenas de espectadores. Las mujeres romanas, lujosamente ataviadas, es- peraban ansiosas el espectáculo. Muy lejanas de sentir conmiseración de las infelices víc- timas, que detrás de las rejas clamaban im- plorando piedad, llegaban hasta azuzar a las

fieras. En el palco principal estaba Nerón,