se había apercibido con su mirar agudo de la desesperación del viejo. La joven al tropezar su mirada con Kíros, retrocedió palideciendo, y de sus labios se escapó una exclamación que sacudió el cuerpo del ministro :—<¡ Padre !» Nerón, que no perdía palabra ni movimiento, observó gozoso el giro que tomaban las cosas: la acusada, hija del ministro Kíros, que había decretado la pena del toro para su propia hija. —«Veo que os conocéis»—dijo el emperador con sorna. —«Es mi hija» —respondió Kíros. Creyó Nerón que su ministro se arrojaría a sus pies e imploraría perdón para su hija; cómo gozaría él en esos momentos negándoselo, y recordándole que era él, el que había decre- tado la pena en escarmiento de los cristianos, diciéndole que era necesaria esa muerte, y todo el. instinto salvaje de Nerón esperaba ansio- samente esos momentos terribles. Pero no llegaron. Kíros conocía muy bien a su empe- rador para .implorarle un perdón que sabía de antemano no sería concedido, y además era muy orgulloso, y aun a costa de la vida
de su hija estaba decidido a cumplir su pala-