Es una noche clara y serena, la luna inun- daba de pálida luz el jardín. Era un paisaje magnífico que recordaba las noches de Oriente. En lo alto un palacio de mármol, y luego el jardín, un inmenso jardín de plantas exóticas, con altas palmeras que proyectaban sus som- bras negras en los bancos de mármol, de ambiente impregnado de perfumes tropicales, y que llegaba hasta las orillas del Tíber. Del palacio salió una sombra blanca que se perdió entre la arboleda. Caminaba apresu- rada como temiendo llegar tarde. Al estar cerca de la orilla se detuvo y lanzó un grito extraño, luego escuchó; no tardó en oirse otro igual, y salió de la espesura un joven que se aproximó a ella. —«¿Nitetis ?»—exclamó el joven a media voz. — «Sí, Octavio, soy yo» — respondió la figura blanca. Y los dos jóvenes se sentaron en un banco, protegidos por la sombra de los olivos. Nitetis era joven y bella, de tez blanca, perfil helénico y cabellos de ébano, sus ojos grandes y negros se cla- varon en el obscuro confín de las aguas y el
cielo. Era la hija única de Kíros, y había